lunes, 23 de mayo de 2016

La presentía como se presienten las olas.

El mundo se mueve en silencio. Desde lo alto del acantilado, la suave brisa de estío alboroza tus cabellos rizados. Sacas tu lengua rosada, vieja, y saboreas lo que queda del mundo: sabe a salitre, libertad y despedida.

Vacuidad.

El cielo es de un azul intenso que se destiñe al tocar el agua en el horizonte. Sigues la línea del mar con tus ojos y puntos de tierra comienzan a emerger, intermitente, creando un archipiélago. Un conjunto de islas creadas mucho antes de que tú nacieses y que permanecerían ahí a tu partida.   Observas aquellas islas, el barco que las cruza y las risas de algunos bañistas en la lejanía. El mundo seguirá girando aunque desaparezcas. El sol seguirá saliendo por el este y acostándose por el oeste… hasta que tope con tu mismo final. Todo empieza para acabar y todo acaba… y no hay ninguna razón divina. No hay explicación, no hay sentido infinito, no hay razón para gastar tu vida en buscar una transcendencia que a nadie le importa… y mucho menos cuando te marches.

Futilidad.

Te alejas del acantilado y caminas hacia su tumba. Debajo del árbol más frondoso del lugar. Ahí donde tu vida se interrumpió una vez, lo hará ahora por siempre. Caminas despacio. La brisa balancea las copas de los árboles y el sol se cuela entre las ramas que dibujan figuras en el suelo. Cada paso es un recuerdo y cada recuerdo una lágrima que se pierde por siempre. Ya casi alcanzaste el árbol. Te sientas. A tu lado, aquella figura oscura. No la miras pero sabes que esta ahí. La  presientes como se presienten las olas. 

Ven, dulce Muerte.




Sawyer.

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