El mundo se mueve en silencio. Desde lo alto del acantilado, la suave brisa
de estío alboroza tus cabellos rizados. Sacas tu lengua
rosada, vieja, y saboreas lo que queda del mundo: sabe a salitre, libertad y
despedida.
Vacuidad.
El cielo es de un azul intenso que se destiñe al tocar el agua en el
horizonte. Sigues la línea del mar con tus ojos y puntos de tierra comienzan a
emerger, intermitente, creando un archipiélago. Un conjunto de islas creadas mucho
antes de que tú nacieses y que permanecerían ahí a tu partida. Observas aquellas islas, el barco que las
cruza y las risas de algunos bañistas en la lejanía. El mundo seguirá girando
aunque desaparezcas. El sol seguirá saliendo por el este y acostándose por el
oeste… hasta que tope con tu mismo final. Todo empieza para acabar y todo
acaba… y no hay ninguna razón divina. No hay explicación, no hay sentido
infinito, no hay razón para gastar tu vida en buscar una transcendencia que a
nadie le importa… y mucho menos cuando te marches.
Futilidad.
Te alejas del acantilado y caminas hacia su tumba. Debajo del árbol más
frondoso del lugar. Ahí donde tu vida se interrumpió una vez, lo hará ahora por
siempre. Caminas despacio. La brisa balancea las copas de los árboles y el sol
se cuela entre las ramas que dibujan figuras en el suelo. Cada paso es un
recuerdo y cada recuerdo una lágrima que se pierde por siempre. Ya casi
alcanzaste el árbol. Te sientas. A tu lado, aquella figura oscura. No la miras
pero sabes que esta ahí. La presientes
como se presienten las olas.
Ven, dulce Muerte.
Sawyer.
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