sábado, 28 de mayo de 2016

Reflexiones de una mente podrida ( fragmento)

La moral, la belleza y la estética son conceptos humanos que desaparecen tras la muerte. 
Solamente existe una cosa que nos puede acercar a la inmortalidad, dejar nuestra impronta, nuestra huella, nuestra firma en la memoria colectiva, en los libros de la historia. Este pensamiento no deja de ser más que la semilla de una idea que se irá alimentando de los nutrientes hasta llegar a convertirse en un árbol y si el entorno es el adecuado, ese mismo árbol será, a su vez. la semilla  de un bosque.

Yo no soy como los demás.


Santiago Pires Rodríguez. 

lunes, 23 de mayo de 2016

La presentía como se presienten las olas.

El mundo se mueve en silencio. Desde lo alto del acantilado, la suave brisa de estío alboroza tus cabellos rizados. Sacas tu lengua rosada, vieja, y saboreas lo que queda del mundo: sabe a salitre, libertad y despedida.

Vacuidad.

El cielo es de un azul intenso que se destiñe al tocar el agua en el horizonte. Sigues la línea del mar con tus ojos y puntos de tierra comienzan a emerger, intermitente, creando un archipiélago. Un conjunto de islas creadas mucho antes de que tú nacieses y que permanecerían ahí a tu partida.   Observas aquellas islas, el barco que las cruza y las risas de algunos bañistas en la lejanía. El mundo seguirá girando aunque desaparezcas. El sol seguirá saliendo por el este y acostándose por el oeste… hasta que tope con tu mismo final. Todo empieza para acabar y todo acaba… y no hay ninguna razón divina. No hay explicación, no hay sentido infinito, no hay razón para gastar tu vida en buscar una transcendencia que a nadie le importa… y mucho menos cuando te marches.

Futilidad.

Te alejas del acantilado y caminas hacia su tumba. Debajo del árbol más frondoso del lugar. Ahí donde tu vida se interrumpió una vez, lo hará ahora por siempre. Caminas despacio. La brisa balancea las copas de los árboles y el sol se cuela entre las ramas que dibujan figuras en el suelo. Cada paso es un recuerdo y cada recuerdo una lágrima que se pierde por siempre. Ya casi alcanzaste el árbol. Te sientas. A tu lado, aquella figura oscura. No la miras pero sabes que esta ahí. La  presientes como se presienten las olas. 

Ven, dulce Muerte.




Sawyer.

jueves, 19 de mayo de 2016


Me paro a pensar;
el ruido del arroyo
en las orejas.


Drake.

La general encantada


Volví a coger el diario. Se trataba de un polvoriento volumen con la portada
deshilachada y sus hojas plagadas de manchas por la humedad, que descansaba en la
en la estantería encima de su escritorio. Volvió a las últimas páginas escritas; las
fechas estaban emborronadas y los lugares tachados, pero los nombres sugerían que
los sucesos tuvieron lugar en la Guerra de Independencia de Cuba, posiblemente antes
de la intervención estadounidense.

El relato era sin duda fantasioso, probablemente se tratase de la descripción de una
pesadilla pero el diario terminaba abruptamente. Como historiador debía examinar
cuidadosamente aquel ejemplar para decidir si se trataba de un fraude.


Comencé a leerlo, una vez más:


Ya faltaban pocas horas para el amanecer cuando atacaron. Nos cogieron a todos por
sorpresa y los pobres hombres de guardia apenas pudieron dar la alarma a tiempo.
Nuestro hombre al mando, el general Peñas, dio orden de defender el campamento. Era
un punto estratégico y no podíamos regalárselo a los españoles, así que la retirada no
era una opción.


José Peñas era un general de brigada, de la cual apenas quedábamos un puñado de
hombres leales. Yo por mi parte podía manejar un arma, pero soy médico y no tenía la
misma formación que mis compañeros. Aún así no abandonaría a mi general.


Finalmente anocheció y los españoles se reagruparon. Volverían. Habían causado un
buen revuelo en nuestro campamento y, pese a haber resistido con éxito no
aguantaríamos un segundo ataque. Enviamos un mensajero con la vana esperanza de
lograr refuerzos. Sin embargo otros asuntos requerían mi inmediata presencia: una
bala había alcanzado en el estómago al capitán y no le quedaba mucho. La situación
era desesperada y muchos hombres se habían puesto a rezar por sus almas. Mi colega,
el doctor Ojeda, negaba con la cabeza a mi lado. El también había perdido a muchos
hombres por heridas similares.
El silencio fue interrumpido por uno de los soldados, que llevaba en la mano un
crucifijo y un arrugado librito que a todas luces parecía un catecismo. Nos preguntó si
alguno de nosotros sabía hablar latín, a lo que Ojeda asintió; probablemente quería
que leyésemos una plegaria por el general.
Para nuestra sorpresa, el texto no se encontraba en el propio catecismo sino en una
especie de pergamino garabateado, con una estrella de Salomón en uno de sus
márgenes. A medida que mi colega leía, empezaron a sonar las alarmas. Intenté
avisarle, pero parecía completamente absorto. Los disparos y los alaridos empezaron a
sonar.
El aire de la tienda se enrareció justo cuando Ojeda pronunciaba los últimos versos del
cántico. Gracias a mi formación pude advertir que hablaban de una virgen, pensé que
se trataría de algún tipo de rezo. Ojalá hubiese tenido razón.


Cuando el doctor terminó de leer, el texto se deslizó entre sus dedos y ambos cayeron al
suelo. Pero era Peñas quien más me preocupaba. Sus ojos empezaron a hundirse de
forma antinatural y la mandíbula se desencajaba a medida que la piel se le agrietaba.
Varias protuberancias surgieron en la zona del torso, rasgando la ropa y las vendas
ensangrentadas. Los dientes se le cayeron para dejar paso a largos y curvos colmillos, y
las extremidades se le estiraron y retorcieron hasta parecer amasijos alargados de
músculos que palpitaban de forma repulsiva e inquietante. Esta criatura que había
sido el general José Peñas se irguió, y pude ver que también el pelo había crecido y
cambiado de color, oscureciéndose. Estiró uno de sus extraños brazos para coger una
manta que se puso a modo de manto, como los de las representaciones de la virgen.
Me costó reaccionar pero conseguí dominar mis nervios y reprimir las nauseas, pero
para cuando estaba recogiendo a mi compañero inconsciente noté un fuerte golpe en la
cabeza y perdí el conocimiento. En aquel momento no pude verlo bien, pero juraría que
mi atacante no fue otro que el dueño del supuesto catecismo.
Tanto Ojeda como yo nos despertamos doloridos en medio de la tienda al sonido de
unos gritos que provenían del exterior. Los refuerzos habían llegado, pero el
campamento había sido completamente arrasado y los cadáveres de nuestros hombres y
de los atacantes españoles sembraban el terreno, y parecía como si a todos se les
hubiese arrancado la carne con dientes muy afilados. Decidimos no revelar lo que
había pasado y explicar que nos había sorprendido una explosión, que probablemente
nos habían dado por muertos y algún animal habría dado cuenta de los cuerpos
ignorando el interior de las tiendas. Tras unos preparativos y una misa improvisada
empezamos a enterrar a los cadáveres, pero no había rastro ni del general ni del
soldado ni su extraño pergamino.


Tiempo después volvimos a vernos. Ojeda no había llegado a ver nada ni recordaba
una sola palabra de lo que había leído, pero yo no podré olvidar jamás a aquella
criatura que parecía una parodia grotesca de una virgen. Ambos oímos rumores de
soldados y civiles que habían avistado una extravagante figura ataviada con un manto
y con unos relucientes galones militares a la que bautizaron como la Virgen de los
galones o la General encantada.


Cerré el diario. Había unas cuantas palabras más, pero estaban demasiado
emborronadas para resultar legibles y algunas de las páginas siguientes parecían
arrancadas. Se hacía de noche y aquel libro probablemente tendría más valor para un
programa sobre misterios y ocultismo. Tendría que desilusionar a su cliente.



 El navegante.

viernes, 13 de mayo de 2016

Las curvas de la botella



Quizá empezó a beber

por una llaga disfrazada de mujer

que le dejó a su suerte,

 sin la copa cárnica de sus caderas

inyectándole con sus fríos ojos el sucio anhelo

del alcohol.

Ella agarró con las uñas todo lo que él amaba suyo,

supongo.

Cogió los párpados y los metió en la misma bolsa

que los pechos y el corazón,

que los pulmones y los ojos y las piernas

y las axilas.

Se echó la bolsa al hombro y echó al hombre un beso

que,por calidad de último,tal vez lo mató.

Imagino que entonces el alma masculina

quedaría tristemente anclada en el lugar donde estuvo la bolsa

con los párpados,el pecho,y todo aquello,

y aburrida abrió una botella,juntó su boca con la boca de vidrio

y la besó.

Cuando acabó de besarla estaba tan enamorado

que se prometió a sí mismo que nunca haría

lo que habían hecho con él,

y abrazando románticamente a aquella primera botella vacía

le susurró: "nunca te abandonaré".


María Míguez.



lunes, 9 de mayo de 2016

Aquí donde descansa mi alma.

Aquí donde descansa mi alma no hay Cielo ni Infierno.
En esta oscuridad que me atrapa no hay ni bien ni mal.
Aquí donde reposa mi cuerpo inerte es el lugar al que los vivos temen.
En esta habitación estrecha de cuatro paredes espero por siempre…

(…A que vengas a visitarme… ¡para hablarte!... Pero no me escuchas.
No hay luces, no hay fe, no hay nada salvo penumbra y espera inevitables.
Y tan solo deseo que vengas a verme; aguardo a que me traigas flores….
Para no ser olvidado… para no afligirme solo en esta tenebrosidad deletérea que todo lo inunda.)



Sawyer.

martes, 3 de mayo de 2016