jueves, 19 de mayo de 2016
La general encantada
Volví a coger el diario. Se trataba de un polvoriento volumen con la portada
deshilachada y sus hojas plagadas de manchas por la humedad, que descansaba en la
en la estantería encima de su escritorio. Volvió a las últimas páginas escritas; las
fechas estaban emborronadas y los lugares tachados, pero los nombres sugerían que
los sucesos tuvieron lugar en la Guerra de Independencia de Cuba, posiblemente antes
de la intervención estadounidense.
El relato era sin duda fantasioso, probablemente se tratase de la descripción de una
pesadilla pero el diario terminaba abruptamente. Como historiador debía examinar
cuidadosamente aquel ejemplar para decidir si se trataba de un fraude.
Comencé a leerlo, una vez más:
Ya faltaban pocas horas para el amanecer cuando atacaron. Nos cogieron a todos por
sorpresa y los pobres hombres de guardia apenas pudieron dar la alarma a tiempo.
Nuestro hombre al mando, el general Peñas, dio orden de defender el campamento. Era
un punto estratégico y no podíamos regalárselo a los españoles, así que la retirada no
era una opción.
José Peñas era un general de brigada, de la cual apenas quedábamos un puñado de
hombres leales. Yo por mi parte podía manejar un arma, pero soy médico y no tenía la
misma formación que mis compañeros. Aún así no abandonaría a mi general.
Finalmente anocheció y los españoles se reagruparon. Volverían. Habían causado un
buen revuelo en nuestro campamento y, pese a haber resistido con éxito no
aguantaríamos un segundo ataque. Enviamos un mensajero con la vana esperanza de
lograr refuerzos. Sin embargo otros asuntos requerían mi inmediata presencia: una
bala había alcanzado en el estómago al capitán y no le quedaba mucho. La situación
era desesperada y muchos hombres se habían puesto a rezar por sus almas. Mi colega,
el doctor Ojeda, negaba con la cabeza a mi lado. El también había perdido a muchos
hombres por heridas similares.
El silencio fue interrumpido por uno de los soldados, que llevaba en la mano un
crucifijo y un arrugado librito que a todas luces parecía un catecismo. Nos preguntó si
alguno de nosotros sabía hablar latín, a lo que Ojeda asintió; probablemente quería
que leyésemos una plegaria por el general.
Para nuestra sorpresa, el texto no se encontraba en el propio catecismo sino en una
especie de pergamino garabateado, con una estrella de Salomón en uno de sus
márgenes. A medida que mi colega leía, empezaron a sonar las alarmas. Intenté
avisarle, pero parecía completamente absorto. Los disparos y los alaridos empezaron a
sonar.
El aire de la tienda se enrareció justo cuando Ojeda pronunciaba los últimos versos del
cántico. Gracias a mi formación pude advertir que hablaban de una virgen, pensé que
se trataría de algún tipo de rezo. Ojalá hubiese tenido razón.
Cuando el doctor terminó de leer, el texto se deslizó entre sus dedos y ambos cayeron al
suelo. Pero era Peñas quien más me preocupaba. Sus ojos empezaron a hundirse de
forma antinatural y la mandíbula se desencajaba a medida que la piel se le agrietaba.
Varias protuberancias surgieron en la zona del torso, rasgando la ropa y las vendas
ensangrentadas. Los dientes se le cayeron para dejar paso a largos y curvos colmillos, y
las extremidades se le estiraron y retorcieron hasta parecer amasijos alargados de
músculos que palpitaban de forma repulsiva e inquietante. Esta criatura que había
sido el general José Peñas se irguió, y pude ver que también el pelo había crecido y
cambiado de color, oscureciéndose. Estiró uno de sus extraños brazos para coger una
manta que se puso a modo de manto, como los de las representaciones de la virgen.
Me costó reaccionar pero conseguí dominar mis nervios y reprimir las nauseas, pero
para cuando estaba recogiendo a mi compañero inconsciente noté un fuerte golpe en la
cabeza y perdí el conocimiento. En aquel momento no pude verlo bien, pero juraría que
mi atacante no fue otro que el dueño del supuesto catecismo.
Tanto Ojeda como yo nos despertamos doloridos en medio de la tienda al sonido de
unos gritos que provenían del exterior. Los refuerzos habían llegado, pero el
campamento había sido completamente arrasado y los cadáveres de nuestros hombres y
de los atacantes españoles sembraban el terreno, y parecía como si a todos se les
hubiese arrancado la carne con dientes muy afilados. Decidimos no revelar lo que
había pasado y explicar que nos había sorprendido una explosión, que probablemente
nos habían dado por muertos y algún animal habría dado cuenta de los cuerpos
ignorando el interior de las tiendas. Tras unos preparativos y una misa improvisada
empezamos a enterrar a los cadáveres, pero no había rastro ni del general ni del
soldado ni su extraño pergamino.
Tiempo después volvimos a vernos. Ojeda no había llegado a ver nada ni recordaba
una sola palabra de lo que había leído, pero yo no podré olvidar jamás a aquella
criatura que parecía una parodia grotesca de una virgen. Ambos oímos rumores de
soldados y civiles que habían avistado una extravagante figura ataviada con un manto
y con unos relucientes galones militares a la que bautizaron como la Virgen de los
galones o la General encantada.
Cerré el diario. Había unas cuantas palabras más, pero estaban demasiado
emborronadas para resultar legibles y algunas de las páginas siguientes parecían
arrancadas. Se hacía de noche y aquel libro probablemente tendría más valor para un
programa sobre misterios y ocultismo. Tendría que desilusionar a su cliente.
El navegante.
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