El tiempo se mueve sin descanso, más bien deprisa. Se desliza en el espacio
que dejamos entre sueño y sueño. Tan sigiloso que olvidamos su presencia o,
peor aún, la damos por sentada. Como damos por sentados nuestros deseos, sueños
y ambiciones hasta que un día los descubrimos ahí, riéndose en nuestra cara.
El tiempo se mueve deprisa, tan deprisa como mi
reflejo en los charcos.
Camino con nerviosismo, consciente de que llego más de diez minutos tarde. Llevo
tres semanas trabajando en el despacho de abogados y llego tarde. Mi traje me
queda grande y tengo que parar cada dos por tres… ¡seis! Cada seis pasos me
detengo otra vez… y otra vez… hasta que mis ojos se posan en mi propio reflejo
que me observa. Ahí, con aire de recelo, boca abajo, miro como mi figura se
dibuja en los charcos: mis ojos, mi pelo enmarañado, mi cara enrojecida por la
carrera que me estoy pegando… El mismo cielo nublado, los mismos edificios, los
pájaros… Camina tan deprisa como yo y me mira. Detengo mi paso para observarle
mejor. ¿Se está riendo? Sí, se está riendo y se ríe de mí: de mi ansia por
encajar. Lo sabe todo. Se ríe de mí en mi cara.
Sabe que mi trabajo es el resultado de mis decisiones. Decisiones basadas
en lo que otra gente piensa. Decisiones que no me hacen feliz, pero que hacen
que otra gente se sienta orgullosa de mí. Otra gente que piensa que sabe lo que
es mejor para mí porque lo que yo realmente quiero hacer no vale nada en el
mundo real… Mis sueños no valen nada y yo me siento nada sin el visto bueno de
los demás.
Ahora que me fijo, aquel chico no viste mi uniforme si no la ropa que me
gusta. Me sigue mirando y se sigue riendo. Esa risa burlona que me hace sentir
inferior. No le quito ojo y lo sabe. Se aleja un poco para enseñarme donde
trabaja. Hace lo que le gusta. Le sigo con la mirada y le odio más a cada paso
que da. Le odio pero no por lo que hace ni porque se ría… Le odio porque sé que
él no siente ese deseo de encajar. Él no necesita el visto bueno y lo sabe y yo
le odio, pero le da igual.
Se para. Me mira. Yo le miro. Suena la campanilla de una bicicleta a lo
lejos. Yo me acerco más y más al charco, quiero llegar a él. La bicicleta se
cruza y el charco salpica mi uniforme y me despisto y vuelvo a mirar y se ríe
mientras desaparece en el agua turbulenta y sólo queda mi reflejo de siempre
que me mira con incredulidad. El uniforme mojado. Llego muy tarde. Mi reflejo
patidifuso y uniformado, la lluvia, los árboles y el tiempo que se mueve sin
descanso en lo que queda de un domingo de primavera en el que tengo que
trabajar porque no sé decir que no, porque me muero por el aprobado de todo el
mundo, porque me muero por encajar.
…Y sólo puedo pensar: ‘…Mierda…’.
Sawyer.